In 1898, Marie and Pierre Curie discovered radium. Claimed to have restorative properties, radium was added to toothpaste, medicine, water, and food. A glowing, luminous green, it was also used in beauty products and jewelry. It wasn't until the mid-20th century we realized that radium's harmful effects as a radioactive element outweighed its visual benefits. Unfortunately, radium isn't the only pigment that historically seemed harmless or useful but turned out to be deadly. That lamentable distinction includes a trio of colors and pigments that we've long used to decorate ourselves and the things we make: white, green, and orange. Our story begins with white. As far back as the 4th century BCE, the Ancient Greeks treated lead to make the brilliant white pigment we know today. The problem? In humans, lead is directly absorbed into the body and distributed to the blood, soft tissues, and mineralized tissues. Once in the nervous system, lead mimics and disrupts the normal functions of calcium, causing damages ranging from learning disabilities to high blood pressure. Yet the practice of using this toxic pigment continued across time and cultures. Lead white was the only practical choice for white oil or tempera paint until the 19th century. To make their paint, artists would grind a block of lead into powder, exposing highly toxic dust particles. The pigment's liberal use resulted in what was known as painter's colic, or what we'd now call lead poisoning. Artists who worked with lead complained of palseys, melancholy, coughing, enlarged retinas, and even blindness. But lead white's density, opacity, and warm tone were irresistible to artists like Vermeer, and later, the Impressionists. Its glow couldn't be matched, and the pigment continued to be widely used until it was banned in the 1970s. As bad as all that sounds, white's dangerous effects pale in comparison to another, more wide-spread pigment, green. Two synthetic greens called Scheele's Green and Paris Green were first introduced in the 18th century. They were far more vibrant and flashy than the relatively dull greens made from natural pigments, so they quickly became popular choices for paint as well as dye for textiles, wallpaper, soaps, cake decorations, toys, candy, and clothing. These green pigments were made from a compound called cupric hydrogen arsenic. In humans, exposure to arsenic can damage the way cells communicate and function. And high levels of arsenic have been directly linked to cancer and heart disease. As a result, 18th century fabric factory workers were often poisoned, and women in green dresses reportedly collapsed from exposure to arsenic on their skin. Bed bugs were rumored not to live in green rooms, and it's even been speculated that Napoleon died from slow arsenic poisoning from sleeping in his green wallpapered bedroom. The intense toxicity of these green stayed under wraps until the arsenic recipe was published in 1822. And a century later, it was repurposed as an insecticide. Synthetic green was probably the most dangerous color in widespread use, but at least it didn't share radium's property of radioactivity. Another color did, though - orange. Before World War II, it was common for manufacturers of ceramic dinnerware to use uranium oxide in colored glazes. The compound produced brilliant reds and oranges, which were appealing attributes, if not for the radiation they emitted. Of course, radiation was something we were unaware of until the late 1800s, let alone the associated cancer risks, which we discovered much later. During World War II, the U.S. government confiscated all uranium for use in bomb development. However, the atomic energy commission relaxed these restrictions in 1959, and depleted uranium returned to ceramics and glass factory floors. Orange dishes made during the next decade may still have some hazardous qualities on their surfaces to this day. Most notably, vintage fiestaware reads positive for radioactivity. And while the levels are low enough that they don't officially pose a health risk if they're on a shelf, the U.S. EPA warns against eating food off of them. Though we still occasionally run into issues with synthetic food dyes, our scientific understanding has helped us prune hazardous colors out of our lives.
En 1898, Marie y Pierre Curie descubrieron el radio. Afirmando que tiene propiedades curativas, añadieron radio a la pasta de dientes, a los medicamentos, al agua y la comida. Debido a su color verde brillante y luminoso, también se usó en productos de belleza y joyas. Hasta mediados del siglo XX no nos dimos cuenta de que los efectos nocivos del elemento radiactivo radio superaban sus atractivos visuales. Desafortunadamente, el radio no es el único elemento químico que parecía inofensivo o útil en el pasado como pigmento pero resultó ser letal. Esta lamentable distinción incluye un trío de colores y pigmentos que hace mucho que usamos para embellecernos y decorar las cosas que hacemos: se trata del blanco, el verde y el naranja. Nuestra historia comienza con el blanco. Ya en el siglo IV antes de Cristo, los antiguos griegos trataron de obtener del plomo un brillante pigmento blanco que hoy conocemos. ¿El problema? En los seres humanos, el plomo se absorbe directamente en el cuerpo e invade la sangre, los tejidos blandos y los tejidos mineralizados. Una vez que llega al sistema nervioso, el plomo imita y altera las funciones normales del calcio, causando daños como problemas de aprendizaje o presión arterial alta. Sin embargo, la práctica de usar este pigmento tóxico continuó a lo largo del tiempo y de las culturas. El plomo blanco fue la única opción práctica para el aceite blanco o pintura témpera hasta el siglo XIX. Para hacer su pintura, los artistas molían un bloque de plomo en polvo, quedando expuestos a partículas de polvo altamente tóxicas. El uso libre del pigmento resultó en lo que se conoce como cólico del pintor, o lo que ahora llamaríamos envenenamiento por plomo. Los artistas que trabajaron con el plomo se quejaron de parálisis, melancolía, tos, aumento de retina e incluso ceguera. Pero la densidad del plomo blanco, su opacidad y el tono caliente fueron irresistibles para artistas como Vermeer y más tarde, los impresionistas. Su resplandor no podía ser igualado y el pigmento continuó usándose ampliamente hasta que fue prohibido en los años 70. Por malo que suena todo esto, los efectos nocivos del plomo no son nada en comparación con otro pigmento aún más extendido, el verde. Dos colores verdes sintéticos llamados el verde de Scheele y el verde de París se introdujeron por primera vez en el siglo XVIII. Eran mucho más vibrantes y llamativos que los verdes relativamente aburridos hechos de pigmentos naturales, así que se convirtieron rápidamente en dos opciones populares para la pintura así como tinte para los textiles, el papel pintado, el jabón, decoración para postres, juguetes, dulces y ropa. Estos pigmentos verdes se hacían a base de un compuesto llamado acetoarsenito de cobre. En humanos, la exposición al arsénico puede dañar la manera en la que las células se comunican y funcionan. Y altos niveles de arsénico se han vinculado directamente al cáncer y las enfermedades cardíacas. Como resultado, los que trabajaban en fábricas el siglo XVIII sufrían a menudo de envenenamiento y las mujeres que llevaban vestidos verdes aparentemente se desmayaban debido al contacto del arsénico con su piel. Se rumoreaba que los insectos caseros no vivían en cuartos de color verde, e incluso se ha especulado que Napoleón murió por envenenamiento lento con arsénico por dormir en su dormitorio decorado con papel pintado de color verde. La gran toxicidad de estos verdes se mantuvo en secreto hasta que la receta de arsénico se hizo pública en 1822. Y un siglo más tarde, se usaba como insecticida. El verde sintético fue probablemente el color más peligroso de uso común pero al menos no compartía la propiedad de radioactividad del radio. No obstante otro color, el naranja, sí que era también radioactivo. Antes de la Segunda Guerra Mundial era normal para los fabricantes de vajillas de cerámica usar el óxido de uranio para dar color a los esmaltes. El compuesto obtenido al combinar brillantes rojos y naranjas, constituyan atributos atractivos si no fuera por la radiación que emitían. Por supuesto, no estuvimos conscientes de la radiación hasta finales de 1800, y mucho menos de los riesgos asociados al cáncer que descubrimos mucho más tarde. Durante la Segunda Guerra Mundial, el gobierno de EE.UU. confiscó todo el uranio para usarlo en el desarrollo de bombas. Sin embargo, la comisión de energía atómica relajó estas restricciones en 1959 y el uranio empobrecido fue devuelto a la cerámica y la fabricación de suelos de vidrio. Los platos color naranja hechos durante la próxima década pueden aún tener ciertas cualidades peligrosas a la superficie hasta el día de hoy. Más notablemente, los objetos para las fiestas pueden aún dar positivo en radiactividad. Y mientras los niveles son lo suficientemente bajos para no representar oficialmente un riesgo para la salud si están en una estantería, el Instituto Nacional de Estadística de EE.UU. advierte no comer alimentos de estos objetos. Aunque todavía surgen ocasionalmente con los colorantes alimentarios sintéticos,